viernes, 22 de enero de 2016

CHÁVEZ DE LA ROSA Y LA FILOSOFÍA COLONIAL

CHÁVEZ DE LA ROSA Y LA FILOSOFÍA COLONIAL
Gustavo Flores Quelopana
Sociedad Peruana de Filosofía
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Pedro José Chávez de la Rosa (1740-1819), religioso español nacido en Cádiz, obispo de Arequipa en el Perú (1788-1805). De carácter severo, enemigo de la ignorancia y los abusos, propulsor de la cultura y reformador de los estudios eclesiásticos, bienhechor de las clases desvalidas con la fundación de una casa de huérfanos y en su gran celo por la moral y reformador tuvo altercados con autoridades civiles, eclesiásticas, religiosos y monjas. Por saludar a las Cortes Españolas tras la abolición del Tribunal de la Inquisición fue marginado por el rey Fernando VII.

En la Universidad de Osuna optó grados de Doctor en Teología (1761) y Bachiller en Cánones (1765), sucesivamente fue catedrático de Teología Moral y rector en tres períodos. El 18 de diciembre de 1786 fue designado obispo de Arequipa y llegó al Callao el 7 de enero de 1788. Al primer año salió a visitar su extensa diócesis y de retorno, pasó a la provincia de los Collaguas, adonde no había llegado ningún obispo desde hacía 70 años. Obra notable suya fue la fundación de una casa para niños huérfanos (1788) que, en gran parte, sostuvo con su propio peculio. En ella fueron acogidos sucesivamente 1431 niños y niñas. Inflexible en su enfrentamiento con la relajación moral de la población, que se reflejaba en el excesivo número de hijos ilegítimos bautizados en su jurisdicción, así como el excesivo lujo femenino, el juego de dados y muchas otras prácticas incompatibles con la verdadera y sólida piedad, contra los cuales pedía la intervención de la autoridad virreinal. Tuvo una particular preocupación por el Seminario de San Jerónimo, al cual reformó según las corrientes doctrinarias que a la sazón se imponían en Europa (1791). Le preocupaba mucho la formación intelectual y moral del clero y redactó un nuevo plan de estudios, más adaptado a las ideas enciclopedistas de la época.

Con el cabildo civil, intendentes, cabildo eclesiástico, curas, clérigos, religiosos y monjas tuvo agrias discusiones. Su intento de reformar el monasterio de Santa Catalina y reducir a las monjas a observar la vida común le acarreó grandes disgustos. Las monjas se vengaron informando al rey que la intención del obispo era robarlas bajo diferentes pretextos. Indignado en 1795 presentó al rey su deseo de renunciar. En 1804, vuelve a presentar su renuncia y se ausentó de Arequipa en compañía de su leal secretario Francisco Xavier de Luna Pizarro, pasando a Lima. La Santa Sede aceptó su renuncia en 1805. Debido a la crisis que atravesaba España, permaneció en Lima hasta 1809, año en que retornó definitivamente a la península, a su natal Cádiz. Durante la guerra contra la invasión francesa fue nombrado por la Regencia como Patriarca de las Indias y Vicario de los Ejércitos contra Napoleón (1813), saludó a las cortes españolas cuando abolieron la Inquisición. Tras el restablecimiento del absolutismo sufrió en carne propia la represión que se desató en la península. En su calidad de Patriarca fue a recibir al rey Fernando VII en Burgos, y le tocó bendecir la mesa. El rey no lo convidó a ella, y dejó que estuviese de pie todo el tiempo que tardó en comer; en seguida lo confinó a Chiclana de la Frontera, muy próxima a Cádiz. Sus últimos años fueron de extrema indigencia, en su enfermedad final vendió un cáliz que era lo único de valor que le quedaba. Falleció en 1819. Dejó sus bienes de Arequipa a la Casa de Huérfanos y su biblioteca al Seminario de San Jerónimo.

La importancia que tiene este hombre severo, íntegro y reformador para la historia de la filosofía colonial peruana de la segunda mitad del setecientos es que haciéndose eco de los ideales libertarios del enciclopedismo francés actualizó el discurso teológico humanista, demostró la continuidad intrínseca entre el libertarismo del pensamiento ilustrado y la idea cristiana de libertad y que la libertad, justicia e igualdad dieciochesca se retrotrae en su espíritu a la figura combativa del discurso lascaciano. Además, representa la figura bisagra entre el naturalismo cristiano y el criticismo cristiano. Con Cosme Bueno, Llano Zapata e Isidoro de Celis comparte una postura protoliberal, pero a diferencia de éstos no encarna el teísmo regalista sino el teísmo episcopal de avanzada y reformador en el seno mismo del catolicismo.

El saludo que dirigió a las Cortes españolas por la abolición del Tribunal de la Inquisición no se relaciona con alguna simpatía soterrada con la visión ateológica y ametafísica de la Ilustración, sino con el celo evangélico por la caridad cristiana. Lo cual fue censurado por la reacción absolutista de Fernando VII. Pero en el ambiente de una ilustración colonial moderada que convive con la religión, resultaba bien visto bajo el impulso reformista de Carlos III y de mayor prudencia de Carlos IV las reformas emprendidas por el obispo Chávez de la Rosa. Ya como Patriarca en la Península tampoco advirtió el peligro de la reacción absolutista, la cual restablecida no tardó en enseñarle los colmillos del regalismo desenfrenado.

Cuando el espíritu de reforma e innovación es sofocado a partir de 1804, entonces insurge el espíritu de emancipación. Efectivamente, ya en 1785 el virrey Croix hizo cumplir la orden real que disponía que las tesis de los alumnos y lo programas de los catedráticos no se publicaran sin licencia previa del gobierno. La represión sobre los centros de enseñanza ejercida por el gobierno temeroso del espíritu de revuelta se acentúa cuando dicho virrey  ordena decomisar las obras de Montesquieu, Marmontel, Maquiavelo y los tomos de la Enciclopedia. En 1795 se deja de publicar el bisemanario Mercurio Peruano vocero de la Sociedad Amantes del País, el cual no fue un órgano periodístico revolucionario pero tuvo la virtud de mencionar por primera vez al Perú bajo el nombre de “Patria”, lo cual resultaba suficientemente molesto a las autoridades absolutistas al insinuar la idea de separatismo respecto a la metrópoli. En 1796 el virrey Ambrosio O´Higgins prohibió la circulación de periódicos extranjeros ingleses, franceses y de los Estados Unidos. Pero ya los libros prohibidos habían penetrado en las Colonias hispanas desde el cambio de Casa Real con los Borbones. El proceso reformista iniciado por los propios afrancesados borbónicos culminaría en el proceso emancipador e independentista de América. No obstante, la hostilidad a la reforma ilustrada se extiende con el gobierno del virrey Abascal hasta 1816 y llega a su pináculo cuando el virrey Pezuela clausura el Convictorio de San Carlos en 1817.

La situación no era menos alarmante para la Corona española, pues Inglaterra tras la pérdida de su colonia americana estaba empeñada en la destrucción definitiva del poderío colonial español, la edificación de un nuevo imperialismo y con su ayuda ya había logrado el libertador caraqueño Simón Bolívar la independencia de Ecuador (1809), Colombia (1810) y Venezuela (1811), y el Generalísimo tucumano San Martín la de Argentina (1816)  y se encaminaba a la de Chile (1818), el cura Hidalgo logra la de México (1810), Artigas la de Uruguay (1811), y se concretaba la de Paraguay (1811). Por ello, los infaltables detractores de los libertadores afirmaron luego con exageración que Bolívar y San Martín fueron los “cipayos del imperio inglés”. Pero estas medidas represivas y desesperadas de la reacción absolutista avivaron las llamas de la revolución independentista entre los criollos peruanos, mutando el espíritu de reforma en espíritu de emancipación. No obstante conviene no exagerar, pues el Perú era una república mal dispuesta para la revolución americana, incapaz de libertarse a sí misma, con líderes irresolutos, confusos y oportunistas, que prefirieron negociar con los realistas que con Bolívar (Riva Agüero), poseída por una absurda xenofobia andina, con tropas peruanas desertoras y sin interés por la guerra.

En otras palabras, en el Perú el espíritu de reforma una vez atajado trocó en espíritu de emancipación, pero éste no maduró en espíritu de independencia en una sociedad indiferente a la causa libertadora debido a su alta estratificación social. Un pueblo sumiso, paciente, resignado, propenso a la corrupción y con baja moral esperaba el resultado militar que definiría su futura suerte. No es que en el Perú no hubiera patriotas y hombres preclaros, sino que la causa de la independencia nunca fue popular. Si es que Bolívar no hubiera confiado en su genio y en su lugar hubiera escuchado a sus amigos y colegas que le aconsejaban retirarse, no se habría concretado la revolución independentista americana. Y a este factor hay que añadir la torpeza de Fernando VII en 1823, que al liberarse de la servidumbre constitucional del ejército francés, abolió la constitución y puso fin a las reformas liberales. Esto dividió profundamente el Alto Mando español en el Perú entre absolutistas y liberales, provocó la división de fuerzas, pérdida de valioso tiempo e impidió dar un golpe decisivo a las fuerzas colombianas de Bolívar. Esta división interna entre los realistas hizo posible la épica victoria patriota en la batalla de Junín (6 de agosto), donde no se disparó ni un solo tiro y el silencio era roto sólo por espadazos y el galope de la caballería; y la victoria en la batalla de Ayacucho (9 de diciembre de 1824), donde el virrey La Serna es tomado prisionero. Sin esperanzas de refuerzos de España los realistas capitularon. El Libertador se cubrió de Gloria y en el Perú se consumó la libertad de América.

En el Perú colonial borbónico de fines del setecientos y principios del ochocientos la cohesión de la sociedad experimenta la consolidación del fin de la monarquía organicista tradicional y la consolidación de la monarquía burguesa corporativa. Pero los nobles españoles de las colonias se convirtieron en un distinguido grupo de ociosos y corruptos que monopolizaba la burocracia, lo cual debilitó aun más su legitimidad en el poder y enajenó el apoyo de los criollos. Lo que hizo predominante la mentalidad pragmático utilitaria del capitalismo no fue el naturalismo deísta sino la pérdida de la misión social humanista de la nobleza española afrancesada. Las reformas borbónicas buscaban ciencia y literatura marginando los cambios políticos que implicaban, pero en su lugar consiguen que la hegemonía o supremacía cultural y espiritual pase al estrato criollo. Con ello pierden el poder de manipular la sociedad altamente estratificada del Perú, que por lo demás, la misma elevada estratificación implicaba un alto contenido de automanipulación. Pero los criollos peruanos si bien experimentaron una elevada transformación de su conciencia, su batalla de ideas no irradiaron en la conciencia de las masas indias ignorantes e iletradas. La lucha por la revolución del pensamiento se operó entre la élite educada, que en el Perú de la época era reducida aunque influyente en los centros de enseñanza. El indio marginado y convertido por siglos en bestia de carga desde su estado de postración veía con escepticismo la nueva república, Bolívar al darles tierra sin capitales los convirtió en deudores de los terratenientes, al no golpear a las grandes haciendas consolidó su estado de servidumbre y en el fondo para el indio el nuevo Perú era el mismo que el anterior pero con nuevas formas.


En suma, el reformismo borbónico era profundamente teísta regalista y generó en América una ilustración moderada protoliberal dentro de un universo social peruano altamente estratificado e incapaz de hacerse eco de la causa de la revolución independentista americana.



Lima, Salamanca 22 de enero 2016